Cada mañana durante cerca de dos años Margot Wölk (Berlín, 1917-2014) recorrió en autobús, rodeada de soldados de las SS, la distancia que separaba la casa de sus suegros en la Prusia Oriental de la Guarida del Lobo, el complejo militar desde el que Hitler trataba de no perder la Segunda Guerra Mundial. Allí ingería, angustiada, manjares al alcance de muy pocos en una Alemania devastada por la economía de guerra, consciente de que cada bocado podía ser el último. Wölk era una de las 15 mujeres que probaban la comida de Hitler antes que él para evitar que muriera envenenado por sus enemigos –reales o imaginados– y fue la única que sobrevivió a la contienda, tras la que se sumió en un silencio que duró décadas y que solo rompió al final de su vida. Ahora Rosella Postorino (Reggio Calabria, 1978) ha llevado a la ficción esta historia de lucha por la supervivencia, amor y culpa en la novela La catadora (Lumen).

“Ella mantuvo vivo el nazismo y a Hitler. No era de las SS pero estuvo en contacto con el mal absoluto, se enamoró de un nazi, perdió a personas a las que amaba y que no supo proteger y sentía una culpa enorme por todo eso. Al final sobrevivió, como hicieron tantas mujeres de ese siglo, pero para vivir como una persona que no tenía redención posible”, cuenta Postorino a EL PAÍS para hablar de la protagonista de su novela, Rosa Sauer, y de Wölk como si fueran una única mujer.

La catadora habla del instinto de supervivencia que prevalece por encima del horror. Wölk escapó del refugio de los jerarcas nazis en el tren de Goebbels, al que accedió gracias a un SS con el que tuvo una relación. Sus compañeras fueron fusiladas por el Ejército Rojo. Tras sobrevivir, y colaborar con la barbarie nazi, fue víctima de la brutalidad de los soldados soviéticos que la violaron y maltrataron durante 14 días. Después, un muro de silencio, el recuerdo del horror, la culpa del superviviente de la que habla Primo Levi.

Hitler no comía bien, su dieta era un alarde de desequilibrios con cierta predilección por las habas de soja, tenía serios problemas estomacales y se atiborraba de pastillas contra la flatulencia. Las catadoras tenían que probar todos los platos una hora antes y esperar para ver si estaba en condiciones o, por el contrario, iban a morir envenenadas. Algunas lloraban mientras tragaban. Para Wölk, comer nunca volvió a ser lo mismo. “La vecina de Margot en Berlín me dijo cuando estaba investigando para la novela que era una persona difícil en la mesa. Comer, el gesto principal que hacemos todos para poder vivir, se había visto alterado a partir de ese momento por la experiencia de haber sido catadora de Hitler y eso no lo podría superar nunca”, reflexiona Postorino.

Wölk se jugaba la vida tres veces al día por Hitler pero nunca lo conoció. El dictador aparece en la novela siempre en boca de otros, como deidad o ridiculizado, “alguien que dispone de la vida de los demás pero que es invisible”. El humor y la ironía recorren el libro como hicieron también en la vida real de estas jóvenes convertidas en esclavas. Postorino cree que es una de las pocas maneras que tenemos de sobrevivir frente al horror. Cuando se le pregunta por la apuesta por la primera persona para la narración, la escritora italiana habla de la obsesión en que se convirtió el caso cuando lo conoció, la frustración tras la muerte de Wölk la misma semana que iba a hablar con ella, el recurso a la ficción con una pregunta siempre gobernando la acción literaria: “¿Qué habría hecho en una situación de precariedad existencial tal que me hubiera empujado a hacer esa concesión: arriesgar mi vida tres veces al día para sobrevivir?”