"Los que se van algún día volverán", cantaba en 2016 el popular grupo de ska venezolano "Desorden Público" sobre el entonces todavía incipiente éxodo en su país.
Algunos ya han empezado a hacerlo.
Según las últimas estimaciones de Naciones Unidas,unos 2,3 millones de venezolanos han abandonado su país en los últimos años a causa de la crisis.
na permanente y vertiginosa escalada de los precios y en la escasez de alimentos y medicinas es lo que empuja a la mayoría.
En palabras de Joel Millman, portavoz de la Organización Internacional de las Migraciones, se trata de "una de las mayores crisis migratorias" de los últimos años.
El gobierno venezolano, sin embargo,niega tal crisis.
Su presidente, Nicolás Maduro, afirma que son más los que llegan que los que se van y que estos lo hacen "engañados" por "una campaña permanente de los medios de comunicación".
Maduro anunció recientemente la puesta en marcha del Plan Vuelta a la Patria, con el que, dijo, se facilitará el regreso a quienes opten por retornar.
Según los datos oficiales, más de 1.600 personas lo han hecho ya desde países como Brasil, Ecuador o Perú, gracias a la ayuda oficial.
Un número indeterminado también lo ha hecho por sus propios medios.
En medio del baile de cifras, BBC Mundo conversó con algunos de los que decidieron volver y lo hicieron por su cuenta.
Estas son sus historias.
Mayerlin Perdomo: "Me sentía atrapada en un país en el que nada me gustaba"
Cuando concluyó sus estudios de Comunicación Social, Mayerlin Perdomo tomó la misma decisión que muchos otros jóvenes venezolanos recién graduados: buscaría en otro país las oportunidades que en el suyo no encontraba.
Criada en el 23 de enero, un barrio de gente humilde y trabajadora cercano al palacio de Miraflores, se acostumbró desde niña a que las cosas no fueran fáciles.
Tampoco lo fue el paso que dio.
"Quería ver si tenía suerte y podía formar una familia, algo que la gente de mi edad ve imposible en este momento en Venezuela", le dice a BBC Mundo.
Cumplidos los 27, ya de vuelta en Caracas, recuerda un viaje que la llevó a Argentina y a Chile y en el que, según cuenta, lo pasó mal.
En mayo de 2017, animada por su madre y la situación de un país inmerso en una violenta ola de protestas contra el gobierno de Nicolás Maduro, invirtió sus ahorros en un billete de avión a Buenos Aires.
Las cosas se torcieron desde el principio.
La aerolínea estatal venezolana, Conviasa, perdió su equipaje y Mayerlin llegó a Argentina solo con lo puesto.
"Me vi de repente en un país extraño en pleno invierno, sin ropa ni útiles de aseo", recuerda.
Sin dinero para ropa nueva, vivió sus primeras semanas pendiente de las noticias de la compañía sobre sus maletas.
Nunca aparecieron y tuvo que ponerse la misma ropa un día tras otro.
Pese a todo, pronto consiguió un empleo como vendedora en una tienda de accesorios para mujer.
"Como no tenía papeles, me pagaban por debajo del salario mínimo, unos US$200 al mes", relata.
Esos ingresos en la capital argentina apenas le alcanzaban para la habitación en la que vivía.
Lo más hostil para ella fue el frío.
"No tenía con qué abrigarme por las noches y dormía muy poco".
Provista solo de unos zapatos de tela fina, el frío le secó la piel y se le cayeron las uñas de los pies.
Al cabo de un mes se fue a Chile.
Una amiga de su madre vive en Rancagua, cerca de Santiago de Chile, y decidió probar suerte allí aprovechando que tenía dónde quedarse.
"Fue al instalarme allí, en un entorno más familiar, cuando me di cuenta de que en Argentina había estado viviendo de las cosas viejas y rotas que me regalaban conocidos venezolanos".
Fue un "choque" que la hizo deprimirse.
Con ayuda de la terapeuta que la trata a distancia desde Venezuela, se rehízo y a las pocas semanas encontró trabajo para un chino que estaba montando un negocio.
"Era un almacén enorme y buscaban mujeres venezolanas", recuerda.
"Supongo que quería venezolanas porque son bonitas, pero nunca lo dijo porque no hablaba nada de español", cuenta.
Pronto dejó el trabajo en el almacén.
"Encontré trabajo en un restaurante de hamburguesas en el que con las propinas ganaba más. Además tenía contrato y seguro social desde el primer día".
Allí los problemas eran otros.
"El dueño era un militar chileno, un hombre muy racista y muy clasista. Trataba a la gente muy mal, sobre todo a las mujeres, a las que nos hacía comentarios incómodos".