Mientras de mala gana retiraba mis manos de la taza que giraba lentamente, vi sus lados irregulares y quise enderezarlos un poco.
Estaba en Hagi, una antigua ciudad alfarera en un área rural de Yamaguchi, Japón.
Confié en el alfarero, quien me dijo que dejara la taza así, pero no puedo decir que comprendiera sus motivos.
"Tiene wabi-sabi", dijo el alfarero sonriendo, mientras llevaba la taza de barro al horno.
Yo me senté sin dejar de fijarme en la falta de simetría de la taza y preguntándome a qué se refería el alfarero con "wabi-sabi".
Resulta que es frecuente fallar en el intento de comprender esta expresión.
Wabi-sabi es una parte fundamental de la estética Japonesa, que son los antiguos ideales que aún rigen las normas del buen gusto y la belleza en ese país.
El término wabi-sabi no solo es intraducible, sino que es considerado indefinible en la cultura japonesa.
A menudo se murmura wabi-sabi en momentos de profunda contemplación y casi siempre se complementa con la palabra "¡muri!" (¡imposible!) si alguien pide que explique a qué se refiere. Así, la frase ofrece una particular forma del ver el mundo.
Wabi-sabi es un término que se originó en el taoísmo durante la dinastía Song en China (960 -1279) y luego se transmitió al budismo zen.
Inicialmente se vio como una forma de apreciación austera y restringida. Hoy, el término encapsula una aceptación más relajada de lo transitorio, la naturaleza y la melancolía, que da cabida a lo imperfecto y lo incompleto en todo, desde la arquitectura hasta la cerámica y los arreglos florales.
Wabi, que en términos generales significa "la elegante belleza de la humilde simplicidad", y sabi, que significa "el paso del tiempo y el subsiguiente deterioro", se combinaron para formar un sentido único de Japón y fundamental para la cultura japonesa.
Pero así como los monjes budistas creían que las palabras eran el enemigo de la comprensión, esta descripción solo alcanza para entender la superficie del tema.
Tanehisa Otabe, profesor del Instituto de Estética de la Universidad de Tokio, sugiere que el antiguo arte de wabi-cha, un estilo de ceremonia del té establecido por los maestros del té Murata Juko y Sen no Rikyu de finales del siglo XV, es una buena introducción al wabi-sabi.
Al elegir la cerámica japonesa común, en vez de los famosos (y técnicamente perfectos) ejemplares importados de China, estos hombres desafiaron las reglas de la belleza.
Sin colores brillantes ni diseños ornamentales en los que basarse para seguir los cánones de belleza, a los invitados se les alentaba a estudiar los colores y texturas sutiles que antes habían pasado desapercibidas.
En cuanto a por qué prefirieron piezas imperfectas y rústicas, el profesor Otabe explica que "wabi-sabi deja algo sin terminar o incompleto para el juego de la imaginación". Apreciar algo considerado como wabi-sabi logra tres cosas: una conciencia de las fuerzas naturales involucradas en la creación de la pieza; una aceptación del poder de la naturaleza y un abandono del dualismo: la creencia de que estamos separados de nuestro entorno.
Combinadas, estas experiencias permiten que el espectador se vea a sí mismo como parte del mundo natural, que ya no está separado por construcciones sociales y, en cambio, está a merced del natural paso del tiempo.
En lugar de ver las abolladuras o las formas desiguales como errores, éstas se ven como una creación de la naturaleza, como el musgo que crece en una pared o un árbol que se curva con el viento.
"La estética de wabi-sabi nos abrió los ojos a la vida cotidiana y nos brindó un método para apropiarnos de lo que es común de una manera poco común y estética", dice el profesor Otabe, destacando la importancia de la aceptación en la cultura japonesa, una sociedad obligada a enfrentar devastadores desastres naturales.
En lugar de ver a la naturaleza únicamente como una fuerza peligrosa y destructiva, wabi-sabi ayuda a enmarcarla como una fuente de belleza, que se puede apreciar en los niveles más pequeños. Se convierte en una proveedora de colores, diseños y patrones, una fuente de inspiración y una fuerza aliada, en vez de enemiga.
Sin embargo, es la inevitable mortalidad que enmarca la naturaleza la clave para una verdadera comprensión de wabi-sabi.
Como el autor Andrew Juniper señala en su libro 'Wabi Sabi: el arte japonés de la impermanencia'...utiliza el toque de la mortalidad sin concesiones para enfocar la mente en la exquisita belleza transitoria que se encuentra en todas las cosas impermanentes".
Por sí solos, los patrones naturales son simplemente bonitos, pero al comprender su contexto como elementos transitorios que resaltan nuestra conciencia de la impermanencia y la muerte, se vuelven profundos.
Esta idea me hizo recordar una historia que me contó una colega japonesa mientras hablábamos sobre wabi-sabi.
Al visitar Kioto cuando era adolescente, se había apresurado a recorrer los terrenos de Ginkakuji, un templo zen de madera con jardines tranquilos, ansiosa por ver el famoso Kinkakuji, un templo adornado con hojas de oro y posado sobre un estanque que producía reflejos.
El templo brillante, impresionante y glamoroso, estuvo a la altura de sus expectativas.
Unas décadas más tarde regresó para volver a apreciar el oro reluciente, y, si bien era ciertamente llamativo, no ofrecía mucho más que la gratificación inmediata que produce ver hojas de oro.
Sin embargo, esta vez Ginkakuji ofrecía una nueva fascinación: la madera envejecida tenía innumerables tonos y diseños, mientras que el musgo y los jardines de arena seca ofrecían un marco para las muchas formas de la naturaleza.
Cuando era niña era incapaz de apreciar estas cosas, pero ahora que había crecido, podía contemplar los estragos del tiempo como una fuente más profunda de belleza, mucho mayor que un destello de oro.
Intrigada por el elemento personal de esta apreciación, me puse en contacto con el artista Kazunori Hamana, cuyas piezas a menudo se consideran que tienen un elemento de wabi-sabi. Mientras caminábamos por los terrenos de su granja en ruinas en el área rural de Izumi en la prefectura de Chiba, él estuvo de acuerdo con la necesidad del paso del tiempo.
"Tienes diferentes sentimientos cuando eres joven: todo lo nuevo es bueno, pero empiezas a ver cómo la historia se desarrolla como un cuento. A medida que creces, ves muchas historias, de tu familia a la naturaleza: todo crece y muere y entiendes el concepto mejor que cuando eras niño ".
Esta apreciación por las marcas del tiempo es una característica clave en las obras de Hamana, que él elige exhibir en granjas abandonadas.
Mientras explica que los marcos de las puertas de madera se han ennegrecido por años de humo del irori (una chimenea interior) y señala cómo los muros de barro han comenzado a desmoronarse, dice que siente que la historia de las casas le da un telón de fondo adecuado a sus piezas, evitando la fría dualidad de las impersonales galerías blancas.
Al crear esculturas con arcilla natural de Shiga, un área con una reputación de arcilla de alta calidad y una larga historia de alfarería, Hamana adopta el importante concepto wabi-sabi de creación mutua entre el hombre y la naturaleza.
"Al principio diseño un poco, pero la arcilla es algo natural, por lo que cambia. No quiero pelear con la naturaleza, así que sigo la forma, la acepto", dijo.
No solo permite que la naturaleza ayude a moldear sus piezas, sino también en su aspecto posterior. En un bosque de bambú en los terrenos de la granja, Hamana me mostró las piezas que había elegido para dejar afuera, enterradas entre la maleza durante años.
Allí han desarrollado patrones únicos causados por temperaturas extremas y por las plantas que las rodean, además de romperse ocasionalmente. Al estudiarlas de cerca, descubrí que esto se sumaba a la belleza de cada pieza, y las grietas ofrecían otra oportunidad para agregar elementos a la historia.
A menudo asociado con wabi-sabi está el arte de kintsugi, un método para reparar la cerámica rota con oro o laca. El proceso resalta, en lugar de ocultar, las grietas, lo que les permite convertirse también en parte de la pieza.
Hamana cuenta riendo que una vez que su hija rompió accidentalmente parte de su trabajo, él decidió dejar las piezas afuera por unos años, permitiéndoles ser coloreadas y moldeadas por la naturaleza.
Cuando la pieza fue reparada por un especialista local de kintsugi, los diferentes colores crearon un contraste tan sutil, tan desigual, que nunca podría haberse creado intencionalmente.
Acoger los efectos de la naturaleza y permitir que la historia familiar sea visible en una pieza crea un valor único para algo que, en muchas culturas, simplemente se consideraría inútil.
De hecho, el término "perfecto", que proviene del latín perfectus, es decir, completo, en muchas culturas se ha colocado en un pedestal inmerecido, especialmente en Occidente.
Al priorizar lo impecable e infalible, el ideal de la perfección crea no solo estándares inalcanzables, sino también erróneos.
En el taoísmo la perfección se considera equivalente a la muerte, pues es un estado en el que no puede producirse ningún crecimiento o desarrollo adicional.
Mientras nos esforzamos por crear cosas perfectas y luego luchamos por preservarlas, negamos su propósito y nos perdemos de la alegría que viene con el cambio y el crecimiento.
Aunque aparentemente abstracta, esta apreciación de la belleza pasajera se puede encontrar en el corazón de algunos de los placeres más simples de Japón.
Hanami, la celebración anual de los cerezos en flor, incluye fiestas y picnics, paseos en bote y festivales, todos debajo de los pétalos que a menudo ya están cayendo, considerados hermosos tanto en los patrones caóticos que forman en el piso como en las ramas.
La aceptación de una belleza fugaz que en Occidente no cosecharía más que unas pocas fotos resulta inspiradora. Si bien esta apreciación puede estar teñida de melancolía, su única lección es disfrutar los momentos como vienen, sin expectativas.
Las abolladuras y los arañazos que llevamos son recordatorios de la experiencia. Eliminarlos sería ignorar las complejidades de la vida.
Al retener lo imperfecto, reparando lo que está roto y aprendiendo a encontrar la belleza en las fallas, Japón fortalece su capacidad para hacer frente a los desastres naturales que tan a menudo enfrenta.
Cuando mi tazón de Hagi llegó por correo meses después, sus bordes desiguales ya no eran un defecto, sino un recordatorio de que la vida no es perfecta, y yo tampoco debería tratar de que fuera así.