Dentro de la obra vasta de Gabriel Zaid, que abarca desde ensayos sobre la cultura y la fama, hasta análisis y propuestas prácticas para mejorar la función pública y la vida cotidiana, la poesía es una cuestión vital.

Desde hace más de un año, Gabriel Zaid se ha dado a la tarea de publicar en Letras Libres la poesía y los cantos de antiguos pobladores indígenas: los lipanes, una pequeña población de apaches ignorados por la antropología; los indómitos yaquis; los navajos, que son el más numeroso grupo indígena norteamericano; los ópatas de Sonora y Arizona, etnia que “se disolvió en el mestizaje y su lengua dejó de hablarse”; los temidos seris de Sonora, que se negaron al mestizaje y cuya imagen fiera —que sirvió para justificar que se les exterminara— “contrasta con la alegría de sus canciones”; los pápagos, asentados en la frontera con Estados Unidos y cuyo refinamiento en sus canciones desmiente la idea de que eran unos salvajes merecedores de un desprecio gratuito; y los rarámuri, castellanizados como tarahumaras, y cuyo nombre original, me entero, debe leerse con tres eres y no, como lo hacemos, con una erre al principio.


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Esta actividad, que pudiera parecernos excéntrica, no lo es en el caso de Zaid, para quien el poeta es esencial para la polis. Así, más allá de la alharaca universitaria por “rescatar” a personajes disidentes u olvidados, pone en práctica, desde su colaboración, el real y profundo trabajo de hacer visibles a quienes son desconocidos. Tal vez sea inexacto llamar a esta labor “rescate”; mejor: restitución. Al mostrarnos sus suelos y sus cielos, sus soles y sus nubes, sus flores y animales, Zaid los trae aquí, ahora; son presencia viva y su olvido se desvance en la lectura: nos miran nuevamente con los ojos de su amor o de sus sombras.

No he leído o escuchado algún comentario de mis colegas universitarios sobre este amoroso trabajo de restitución, tal vez porque la conversación se fue a otro lado y no entendemos la cultura de la misma manera. Quizá, también, porque en la carrera curricular —para decirlo en términos que el propio Zaid nos ha mostrado— no ofrece “puntos” empeñarse en una charla o, quizá, porque no entendemos que “la cultura no es una especialidad, es el camino que hacemos y que nos hace, nunca hecho del todo, siempre dado en parte y en parte por hacerse, en la historia personal como en la colectiva”, argumentó Zaid en “Las dos inculturas”.

Amén de sus incisivas críticas sobre el mundo editorial, el patético mundillo literario, el gigantismo estatal o las veleidosidades de la fama, entre tantas otros temas que abarca su obra, desde 1936 Zaid ha visto a la poesía como el fundamento de la ciudad. Si se leen cuidadosamente los ensayos que ha dedicado al tema de la edición de poesía, e incluso su propia reunión de los poetas jóvenes de hace treinta años, puede advertirse que el trabajo del editor es un servicio público y no una forma de ejercer el poder.


Hay, en sus trabajos sobre poesía tanto como en su obra poética, una certidumbre: la poesía puede ser, de algún modo, la vida o, al menos, una cuestión vital. Pero su ejercicio no es el desahogo de sí misma, sino el oficio, la voluntad de la forma que va moldeando aquel primer impulso que nos lleva a escribir. Y si de escribir se trata, nadie como Zaid para mostrarnos que la escritura es argumentada claridad, higiene verbal; que no debemos escribir guiados por el impulso, sino corregir ese impulso, bien sea en la poesía o en la prosa.

Recientemente fue su cumpleaños, el 24 de enero, no me resta más que desear, desearnos, larga vida a Gabriel Zaid.


Fuente: Letras Libres