Hace unos días, la Federación Española de Golf publicó las conclusiones de un estudio propio sobre el uso del agua en los campos de golf españoles. Según el informe, casi el 80% de las instalaciones de menos de 18 hoyos y más del 60% de las de 18 hoyos o más utilizan para su riego agua regenerada o desalada no apta para el consumo. Pretendía así la Federación desmontar una de esas “mentiras”, según su presidente, Gonzaga Escauriaza, que rodean a este deporte, “como que es caro, elitista y perjudica a la naturaleza”. “Pedimos encarecidamente a las administraciones que miren con buenos ojos a la industria del golf, que está muy concienciada con el medio ambiente”, decía Escauriaza, que cifra en el 0,0001 el porcentaje de consumo de agua en España destinado a los campos de golf, “y mucha es reciclada”.
Que el golf no se ha quitado la etiqueta de caro y elitista es una realidad. Que no contamina es otra batalla. Según un artículo científico publicado en Marine Pollution Bulletin, el fondo marino de las costas de Estados Unidos está repleto de cientos de miles de bolas de golf que, intencionadamente o no, han lanzado al mar algunos de los 20 millones de practicantes que tiene este deporte en el país. Una de los autores del artículo, Alex Webber, asegura que en los últimos tres años ella misma y su padre han recogido unas 50.000 bolas del océano en California. “Hay miles en cada grieta, en cada recoveco. Y no paraban de llegar. Las sacábamos y poco después el fondo estaba otra vez cubierto. Se me revolvía el estómago”. Su sorpresa era la misma que la de aquellos científicos que buceando en el Lago Ness hace unos años encontraron hasta 100.000 pelotas.
La plaga representa un porcentaje mínimo de las toneladas de plástico que se vierten a los océanos, y las bolas tardan mucho en degradarse, pero el óxido y el zinc que contienen son tóxicos en entornos acuáticos y pueden activar respuestas de estrés en peces y crustáceos.
El problema de las bolas perdidas en el agua y su impacto en el medio ambiente hizo reflexionar al barcelonés Albert Buscató cuando en 2006 acudió a una cancha de prácticas en los muelles de Nueva York y vio esas inmensas redes para evitar que las pelotas cayeran al río Hudson. Ya existían entonces las bolas biodegradables, pero Buscató añadió una característica especial: un núcleo de comida para peces, “una especie de regalo”. “No había nada igual en el mundo”, recuerda hoy.
Buscató creó una empresa, Albus Golf, y pasó años investigando la manera de crear “una bola que fuera como un terrón de azúcar cuando toca el agua pero que resistiera el impacto de mil kilos de un palo de golf”. Hasta que dio con la pócima y en 2010 realizó su primera venta, 1.000 bolas a las Maldivas.
Desde entonces, la compañía, con sede en Barcelona y unos almacenes en Florida, ha vendido más de 750.000 bolas —160.000 el año pasado— biodegradables y con comida para peces a 53 países. El producto tiene éxito. La capa externa de esta ecobioball, como se llama, se degrada en 48 horas y desprende el alimento para los habitantes del océano.
La mitad de las ventas son a Estados Unidos. Entre los clientes en todo el planeta hay sobre todo hoteles en islas o primera línea de mar (Maldivas, Emiratos Árabes, Caribe...), yates privados y muchos particulares que viven en entornos marinos. Entre los más famosos, cuenta Buscató, está Richard Branson, el magnate de Virgin, que posee una isla caribeña donde da rienda suelta a su pasión deportiva.
Eso sí, las bolas no son oficiales para jugar de manera profesional (han de estar homologadas), de ahí que los clubes no suelan comprarlas.
La caja de 100 bolas de Albus Golf vale 98 euros. Son más baratas que las bolas normales. Aunque claro, solo tienen un uso. O dos: pegar un buen drive en dirección al horizonte y dar de comer a los peces.