El Museo de las Ciencias de Londres rescatará del ostracismo e incorporará un fósil «techie» a su colección: el teléfono Simon. Con dos décadas de edad recién cumplidas -se puso en juego el 16 de agosto de 1994- este antíquisimo terminal con medidas más propias de «tablet» monstruoso con sus 20 centímetros de largo y medio kilo de peso puso entonces la primera piedra del que a la postre se convertiría en uno de los ejes de la revolución tecnológico: los «smartphones».
Por raro que pueda sonar a los más jóvenes no fue ni Apple, ni Samsung ni Nokia -ahora fagocitada por Microsoft- lo creadores de aquella innovadora máquina. Fue obra de IBM, otrora líder mundial de la fabricación de PC. Aunque el aparato navegó en una abrumadora discrección que le llevó a la extinción pocos meses después de vender 50.000 unidades (una cifra nada desdeñable tratándose de una época antediluviana, tecnológicamente hablando; y en el que las personas que requerían algo así eran las menos) abrió el camino móviles inteligentes, un término que por aquella época estaba bien lejos de acuñarse.
Los padres del ingenio lo colocaban a caballo entre la PDA y los teléfonos. Permitía mandar emails, contaba con calendario y agenda, uno podía coger notas y ofrecía programas (ahora se llamarían «apps») descargables. Incluso llevaba instalado con un precario sistema de texto predictivo. Además se podía conectar a un ordenador, incluso al fax. El diseño no rompió ni un ápice con los cánones de los visto hasta entonces y la pantalla era un LCD verdoso.
Si alguno sufre a día de hoy con la autonomía de sus teléfonos, Simon habría sido su auténtica pesadilla. 60 minutos. Ese es el tiempo que aguantaba de media sin parar a repostar por el enchufe. La batería fue uno de sus grandes lastres. El otro, el precio. Y es que casi 900 dólares -y no de los ahora, de los de los noventa- son cifras mayores. A día de hoy serían 670 euros. Una cantidad que no todo el mundo está dispuesta a gastar.