Robert Pattinson se enrolla en la silla. Monta los pies enfundados en unos zapatos Adidas Chevy, y con sus largas piernas hace una especie de nudo. Detrás de él en un sofá descansan sus lentes de sol, una bolsita de papas fritas abierta y un Smartphone. Cuando habla de vez en cuando se alborota más el pelo.
Pattinson se ha hecho mayor. De eso hemos sido testigos millones de personas. Para su pesar, tal vez, aunque al parecer la fama que le amargó la existencia cuando fue vampiro en la saga Crepúsculo, más que asumida, la tiene en el estatus del ya-no-me-importa.
En High Life (de Claire Denis), que compite por la Concha de Oro en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, una vez más Robert Pattinson hace despliegue de su sentido del riesgo, de sus ansias de reinventarse y escribir capítulos nuevos en su carrera artística.
Esta vez se mete en una de ciencia ficción, co protagonizada por Juliette Binoche, asumiendo el rol de un convicto al que envían al espacio con un grupo de delincuentes.
Allá arriba, perdido en la inmensidad de la galaxia, Pattinson se convierte en padre, cuida del bebé que luego se hace adolescente, cultiva vegetales en un mini huerto, arregla la destartalada nave-prisión, y no pierde la esperanza de hallar un hueco negro que le devuelva a las cercanías del planeta tierra.
En San Sebastián, la historia de Claire Denis ha dividido a la crítica y al público. No es una película fácil de digerir, pero hay que reconocer que hay osadía.
Mientras aún se discute sobre todo lo que se plantea en High Life, incluyendo la posibilidad de reconocer el desempeño de Pattinson como Mejor actor, la súper estrella está ajena a todo ese alboroto.
Continúa enrollado en una silla desde donde concede una de las muchas entrevistas previstas para ese día. Robert Pattinson muestra contentura porque una vez más no se lo puso fácil, ni a él, ni a la audiencia, ni mucho menos a la prensa especializada. Y esto en tiempos de ligereza cinematográfica, digamos que se agradece.